17.8.11

Cuentista - Parte primera

Quiero expresar tanto, que no sé cómo hacerlo. Se me ocurre un juego. Pero me lo tomaré más en serio que mi propia vida. En cuanto termine de hacer crujir las articulaciones de mis dedos y el camarero me traiga el cuarto vodka, empiezo a escribir.

Soy un lunático. Pero no un loco. Estoy enganchado a la luna. Mis noches favoritas son esas en que las farolas sobran, esas en las que podría perderme iluminado tan solo por el reflejo más potente que el ser humano, como especie, conoce. He soñado con estar allí incontables veces. He repetido hasta la saciedad que nadie ha estado allí, que los montajes datan ya desde que existe la estupidez humana, pues los engaños no hacen sino que aprovecharse de esta.

Sí, lo sé. La luna es un satélite, es pequeñita y su luz no es más que el postre del menú diario de rayos de sol, con bebida y café incluídos en el precio. Sé que la luna es cosa de hombres lobo, de condes oscuros de los Balcanes, pero me atrae irremediablemente. He probado a mirarla durante ciclos enteros, sin fallar una noche, durante varias horas, pero solo he conseguido caer más preso de su hechizo. Sin embargo, parece que el mayor mal al que me ha conducido esta adicción es escribir estas líneas.

Ellos, los demás, suelen prometer el sol. A mí me gusta más su espejo; a mí, si alguien me quiere prometer algo, por favor, que sea la luna. Sigo jugando.

Me han ofrecido la luna sin palabras. Solo un gesto: un índice señalando a la luz que se deja ver entre las tenues nubes que se aparecen un par de días antes de una tormenta de verano.

Dudo mucho que semejante ofrecimiento sea real. Pienso: "¿Qué soy yo al lado de semejante maravilla celeste?"

Como ofendida por mis cavilaciones halagándola, se empieza a hacer grande sobre el horizonte. Me amenaza con mostrarse a cada instante más bella, más resplandeciente, más hipnótica a mis ojos. Se me está viniendo el cielo encima y mi cuerpo no responde. Quiero escapar, pero es demasiado tarde. Sigue creciendo. Quiero que se haga de día, dejar de verla. No lo soporto. Creo que, ahora sí, estoy loco.

Un espasmo helado me hace creer que he despertado de un sueño. Es idéntico a cuando una pesadilla se queda sin cuerda. Pero no. No era un sueño. Me veo desde fuera, pero esto es muy real. Me doy cuenta de que en realidad la luna sigue allí arriba, como siempre, sin cambiar. Esa alucinación era su forma de decirme -me di cuenta tras unos segundos de vacilación- que, si tanto la quería, solo tenía que extender mis dedos y agarrarla con firmeza, pero tiernamente; con deseo, pero siendo elegante. Fue entonces, al imaginarme cómo sería tenerla en mi mano, cuando me di cuenta de que no podía hacerlo. La luna no era mía. ¿Qué haría el resto de la gente sin luna?

Tras resignarme al exilio mental de saber que jamás sería mía, la primera noche que volví a observarla por la ventana, como siempre había hecho, algo era diferente. Se acercaba hacia mí de nuevo, fruto de mi imaginación, y en su superficie aparecía un rostro de mujer de belleza insospechada, de rasgos no muy comunes por aquí. A día de hoy, aun tengo esa cara grabada como piedra cincelada en mi memoria. Llegué a ansiarla tanto, que con mirarla a los ojos lo sabía todo, y a la vez nada, sobre ella. Si estaba contenta, preocupada, triste o rabiosa. Pero al mismo tiempo solo podía suponerlo, pues el riesgo a perderla no entraba en mis planes.

Quizá garrapatear estas líneas no ha sido el único mal que me ha reportado mi obsesión con y por ella. Me he convertido en un hombre honesto y, al tiempo, me he dado cuenta de que en esta vida no hay plaza en el barco del triunfo para los honestos. Los ganadores no son honestos, son astutos, le echan cara a la vida.

Creo que la próxima noche de luna llena, la robaré. Siempre y cuando, claro, siga diciéndome que es para mí si la quiero.

Y claro que la sigo queriendo.

El camarero ya no me sirve más copas. Quiere cerrar e irse a casa tras un largo día de trabajo. Mi trabajo es este, escribir a partir de lo que me inspiran mis vivencias. No me puedo quejar, lo sé, pero lo hago. En la chimenea ya solo quedan un puñado de brasas, y veo a través de la cristalera que da al sur que hay luna llena.

Voy en su busca.

Sigo jugando.

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