Hace poco que he descubierto un fallo más en el ser humano. Seguro que no voy a contar nada nuevo, pero dicen que la experiencia es un grado, así que, como me ha tocado sufrirlo, voy a dar mi particular punto de vista.
Vivimos en la era de la comunicación instantánea. Todo empezó con el teléfono capaz de llamar desde -casi- cualquier sitio. Hasta el más pintado de los hipócritas que se declaran "persona completamente independiente" ha caído en sus garras. Más tarde llegó internet, y ahora, en su apogeo, el usuario habitual no termina de concebir el día a día sin tener a su disposición herramientas tales como un chat instantáneo o un sistema de mensajes cortos. Esto es un hecho expuesto a ojos de todos.
Sin ser un usuario masivo de estos métodos, sé reconocer su valía y utilidad. Pensándolo fríamente, el uso que les damos ocupa de modo directo -su utilización en sí- o indirecto -los planes surgidos tras la comunicación- parte de nuestras queridas -y por muchos creídas infinitas- raciones diarias de casi veinticuatro horas. Esto le sucede a los cuatro gatos que leen esto y a quien suscribe. Es una realidad tangible, algo similar a decir que esto está escrito en español.
Pues bien, el problema más generalizado es la imposibilidad de comunicación que, aparentemente, se crea cuando faltan estos medios. A mí no me importa quedarme sin conexión o que se me acabe la batería. Lo que realmente me está molestando es no saber cómo comunicarme contigo.
Creo que optaré por la vía más directa y clásica, que es buscar tu casa, cerrar el circuito que hace sonar el timbre, y cuando abras la puerta abrazarte con tal fuerza que podría aplastar todos los satélites de comunicaciones que orbitan este -cada vez más- insulso planeta. Porque, para comunicarse, no hacen falta palabras ni aparatos. Bastan dos personas con ganas de expresarse.
17.8.11
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